Miguel Ángel Russo se fue como vivió: con el alma en el fútbol y la mirada en Boca. A veces, la vida le concede a los hombres justos un gesto final de gratitud. Y Russo, el hombre de la serenidad, la sonrisa y la fe silenciosa, lo tuvo.
Volvió a Boca no por nostalgia, sino por destino. Su cuerpo ya le daba señales de deterioro y cansancio, pero su corazón seguía lleno de fútbol. Quiso cerrar el círculo donde había sido feliz, donde había levantado la Copa más querida, donde recibió ese baño de felicidad junto con su nieto en aquella noche histórica de marzo 2020, donde su nombre quedó grabado en la familia boquense.
Riquelme lo entendió. No como dirigente, sino como hombre. Lo llamó, lo esperó, y le dio la oportunidad de volver a sentarse en ese banco, el de Boca, en el Mundial de Clubes y en el de la Bombonera, el lugar donde los latidos suenan como bombos de eternidad.
Y así, sin grandes discursos ni homenajes, Russo cumplió su deseo: terminar su camino siendo el técnico de Boca.
Fue su manera de despedirse del fútbol, y quizás también de la vida, con la humildad de los que no buscan la gloria, sino la paz.
Hoy Boca despide a un hombre bueno. Y Román, con su gesto, le devolvió algo que pocos reciben: la posibilidad de irse de este mundo cumpliendo su sueño.
Porque en el fondo, todos quisiéramos eso: que la vida nos encuentre, al final, haciendo lo que amamos.
Gustavo Pereyra

